Se ha escrito de Goya como moderno, precursor de la modernidad y significado exponente del avance cultural y artístico que, partiendo del llamado siglo de las luces, adelanta el siglo XX, y lo cierto es que en la mayoría de las ocasiones o bien no se dice realmente nada, o bajo el ampuloso paraguas de la modernidad, o la ceguera para ver su arte, se esconde una lluvia de palabras en un verdadero desierto de ideas.

No seré yo quien se permita desde este blog dar lecciones a nadie y, mucho menos, a los especialistas y estudiosos que de buena fe han tratado de iluminar, con sus aportaciones, en un asunto por demás poco y no muy bien explicado.

Es cierto y bien sabido que sin Goya la pintura española del XVIII, con los Bayeu, Maella, Giaquinto, etc., hubiera sido muy poco y bastante pobre con toda esa carga simbolista y academicista que el genio de Goya se encargaría de romper, declarándose padre de todo lo que vendría después. Educado en el espléndido rococó, conoció los preludios del romanticismo, del impresionismo y hasta de la abstracción, el expresionismo y el mismo surrealismo. Así pues, sabemos que con toda su grandeza ciertamente inauguró el arte moderno.  Sin embargo, y como escribe el embajador de España y académico José Antonio Vaca de Osma, “todos creemos conocerle, y ni él mismo se comprende”. Y a este respecto me gustaría fijarme en algunos aspectos que a mi modo de ver pueden resultar, al menos, como aproximaciones posiblemente interesantes.

Decía Eduardo Schuré (Estrasburgo, 1841 – París, 1929) que existen en cada época ingenios que pertenecen más a un tiempo que todavía está por venir que no a aquel en el que viven, y que por eso aparecen frente a sus contemporáneos como extranjeros. Y que los primeros influjos de sus sentimientos e ideas, inmersos en el invisible océano de la inteligencia, inundarán el mundo cincuenta o cien años después de su muerte.  Shakespeare dice que los grandes acontecimientos futuros proyectan primero sobre sí la propia sombra, antes de que su presencia ocupe el universo con su advenimiento. Son los precursores y los rebeldes.

Aquellos que, como Goya, se interrogan a sí mismos con toda la crudeza y esa mezcla de decepción, miedo a lo desconocido, tristeza depresiva y voluntad de seguir adelante, que se  hace casi omnipresente. Nos encontramos así ante un Goya prerromántico, solo, aislado, precursor genial, y a partir de entonces el primero y la fuente de todos los demás. Porque ¿qué podía hacer un hombre inteligente e imparcial en la España de finales del XVIII y principios del XIX ?:
“Callar, trabajar a solas, someterse en lo exterior, permanecer libre en su fuero interno”.

 

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Autorretrato. Dibujo a la aguada, a tinta china. 233 x 144 mm.
Nueva York, Metropolitan Museum

Goya es un incomprendido y un insatisfecho, que además vive en el límite permanentemente. En el límite de la tolerancia ante la violencia de la guerra, de sus secuelas, de sus terribles bestialidades. En el límite posterior de una posguerra durísima y en la que salen a la luz todas las lacras de una sociedad atormentada. En el límite de la paciencia ante unas insoportables clases dirigentes que, ebrias de egoísmo, ignoran al pueblo y su desgracia. En el límite de su propia enfermedad e insatisfacción… En el límite de lo fantástico que sólo ven los ojos del corazón. La insatisfacción es una sed que no se apaga. Que es escurridiza, como si tuviera un agujero dentro, un boquete en el alma por el que se escapa lo bueno, lo valioso, lo bello, que no le deja estar contento con nada.

Y vive en una dualidad introspectiva que constituye la genialidad de un precursor que, en la última etapa de su vida, ha dado la talla definitiva y abre la Modernidad al mundo liberándolo de imposiciones estériles. El resultado de todo este dilema no es sino una obra, un conjunto vital que ciertamente constituyen expresiones de sentimientos auténticos y profundos. Todas. Por disímiles que parezcan. Y ni están mediatizadas por ningún tipo de convencionalismo, ni por ningún ritual, ni por hipocresía alguna. Son libres y reflejándose unas en otras dan lugar a un discurso que posiblemente sea el más importante, por veraz, por simultáneo y alterno y porque es efectivamente el último también en el tiempo de su larguísima trayectoria.

¿Goya romántico?

El Romanticismo es una gracia celeste…. o infernal…., a la que debemos estigmas eternos.

Pues sí, Goya es un romántico, en tanto en cuanto experimenta en sí mismo una reacción revolucionaria contra el racionalismo, en ciertos aspectos de la Ilustración y sobre todo del Clasicismo, dándole importancia al sentimiento, y rompiendo con la tradición, basada en todo un conjunto de reglas estereotipadas.

Visto desde hoy, a principios del siglo XXI, hablamos de estigmas eternos y de valores eternos. Y si analizamos con un cierto detenimiento a Goya y a su obra, veremos con cierta claridad que en él los estigmas siguen siendo señales o síntomas de enfermedades, en este caso morales, como la deshonra o la mala fama y otros que veremos a continuación. Y que los valores siguen siendo las cualidades que confieren estimaciones, como la honradez, la honestidad, la lealtad, le identidad cultural, el respeto, la responsabilidad, la solidaridad, la tolerancia y algunos más, constituyendo el fundamento de la convivencia pacífica. Así pues se trata de creencias fundamentales que ayudan a preferir, apreciar y elegir unas cosas en lugar de otras, o un comportamiento en lugar de otro.

 

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Autorretrato con  tricornio
Dibujo a pluma y tinta sepia. 403 x 320 mm
Colección Robert Lehman. Nueva York

Goya, tanto en los Caprichos como en los Desastres de la Guerra,  habla de valores morales, aunque presente o nos muestre los estigmas eternos de la humanidad. Porque Goya también desarrolla y perfecciona sus valores morales a través de la experiencia personal y en su obra refleja sus intereses, sentimientos y convicciones más importantes. Se preocupa, y mucho, de defender y crecer en su dignidad. Y en cierto modo todo eso constituye el anuncio premonitorio de lo que vendrá después.

Para el gran Leo Moulin (Bruselas, 1906 – 1996) la pregunta es: ¿Hay que salvar los valores eternos? Y se contesta: Nuestra civilización –la del siglo XX- hija de la modernidad anunciada por Goya, presenta la particularidad, única en la historia, de producir ella misma las toxinas que la destruyen. Contiene los elementos de su propia muerte. Es una sociedad que tiene mala conciencia histórica (colonización, guerras, la actual crisis sistémica…..).   Y además los valores de nuestra actual sociedad no son inertes, sino autónomos. Evolucionan en direcciones imprevistas y a veces peligrosas para el cuerpo social, convirtiéndose así en toxinas: La libertad deviene anarquía; la igualdad, igualitarismo; la ciencia, cientismo; el derecho a la felicidad, hedonismo; la técnica, un bien en sí; el progreso, un dios cruel al que nuestra sociedad sacrifica alegremente su alma y, a veces, generaciones enteras., etc.

Pero una sociedad no puede interrumpir su propia vida, bajo pena de perecer. No puede estar continua y totalmente puesta en cuestión, menos todavía que el corazón, que no puede cesar de latir. Se hace una transferencia de lo que es efímero por definición a lo que por definición debe ser continuo.

Y concluye Moulin afirmando que los valores deben vivirse como si fueran eternos. De ahí la radical anticipación de un Goya pre-moderno cuyas emociones  se constituyen en protagonistas porque ciertamente son expresiones de sentimientos auténticos y profundos. Todas. Por disímiles que parezcan. Y ni están mediatizadas por ningún tipo de convencionalismo, ni por ningún ritual, ni por hipocresía alguna. Son libres y reflejándose unas en otras dan lugar a un discurso que posiblemente sea el discurso  más importante de su tiempo, por veraz, por simultáneo y alterno.

Para terminar recordemos una vez más a Moulin, quien afirma que el humanismo europeo recela de las desviaciones que puedan amenazarlo y que, de hecho, amenazan a nuestra sociedad. Para concluir que debemos, todos a la vez, aceptar este hecho -consustancial a nuestra cultura- y estar atentos y vigilantes.

Gonzalo de Diego