Todo o casi todo se ha dicho ya sobre Goya. Añadir algo a lo dicho resulta imposible. Estas líneas no son un comentario de una especialista sino de una artista que a lo largo de casi cuarenta años ha tenido “encuentros” con Don Francisco de Goya, mejor dicho, con su obra.
A principio de la década de 1960, empezó a editarse en Argentina la colección “La Pinacoteca de los Genios”. Mi padrino Manuel, repartidor de diarios y revistas, me regaló los primeros números, entre ellos el dedicado a Goya.
En los años 70, el Centro Editor de América Latina publicaba unas revistas sobre técnicas gráficas. En el 73 yo no había terminado aún mis estudios en la Facultad de Bellas Artes, cuando un día encontré varios ejemplares dedicados a los grabados de Goya. Compré con una compañera de estudios cuatro de ellos, dos para cada una. Los que llevé a casa se referían a “Los desastres de la guerra”. Yo conocía la pintura de Goya a través de los libros y “La Pinacoteca”, pero no había “descubierto” aún los grabados, quizás los había visto pero no comprendidos. El impacto de ésas imágenes fue emocionalmente muy intenso. Tuve sueños extraños a partir de esa visión, y lo mismo le ocurrió a mi amiga .
El clima social y político que se vivía entonces en Argentina era violento y peligroso. “Tristes presagios de lo que ha de acontecer “ fue un anuncio de lo que aconteció muy poco tiempo después.
Goya es crudo, realista, no se horroriza, ve, registra, para él y para nosotros. Escenas atroces bellamente grabadas.
Él y otros fueron testigos, luego también nosotros lo fuimos y lo seguimos siendo para nuestra vergüenza.
Miré luego con pasión y admiración Los Caprichos , Los disparates, y más tarde, en la Galleria degli Uffizzi, me deleité con su pintura, su maravillosa pincelada volada, sutil, rica, ¡qué telas!, ¡qué joyas esos pequeños zapatos…!
Después, ya en Barcelona, me dediqué al grabado y volví una y otra vez a los de Don Francisco, y fue una visión renovada. Hice muchos bocetos en témpera, blanco y negro, luces y sombras, “estudiando” aquellos grabados asombrosos. Nunca los utilicé para mis trabajos, pero desarrolló en mí el gusto por la austeridad del blanco y negro para expresar lo que uno considera esencial.
En esos años, una visita a la Calcografía Nacional, me permitió conocer el entonces recién inaugurado “templo” dedicado a las planchas del maestro. Bajo una luz teñida de rojo, contemplé esas planchas trabajadas con una exquisita delicadeza que me sorprendió porque dejaba suspendida la extrema violencia de la copia impresa sobre el papel. Las planchas están ahora aceradas, pero nosotros, los grabadores, sabemos que detrás brilla el cobre.
En mi taller Ataúlfo 10 , en Barcelona, pasé muchos años grabando y por azar llegué un mediodía de junio, de sol soberano, a Fuendetodos. Aquel paisaje seco y severo, inundado de luz, me impresionó. Enérgico, poderoso en su aparente pobreza.
Luego impartí varios cursos de técnicas de grabado en el taller llamado ahora Antonio Saura, en homenaje a ese artista a quien siempre admiré como uno de mis maestros cuya devoción por Goya es conocida. Su homenaje a “Aún aprendo” ha sido muestra de ello y también las innumerables citas a lo largo de toda su obra.
Comprender a un artista requiere tiempo y el tiempo cambia nuestra percepción . Gran cantidad de imágenes devoré en mi juventud, y con frecuencia muchas vuelven y me ayudan a entender mejor mientras se entretejen unas con otras.
No he vuelto a ver las Pinturas negras en El Prado, desde que a finales de los 70 cambiaron sus marcos, lo que en mi opinión fue funesto. De ello se quejó, también, hace ya mucho años, precisamente Antonio Saura.
Hay obras que cuando se descubren producen gran emoción y uno no desea volver a verlas, quizás por el temor a no ser tocado con la misma intensidad. Algo de esto me sucedió con Las Pinturas negras. Sin embargo, a los grabados vuelvo siempre, y también a las litografías, porque hace más de veinte años que estoy cada día con las piedras, enseñando y haciendo. Lástima que Goya fuera ya viejo cuando conoció el arte litográfico, pero su manera de trabajar era ya renovadora desde el primer momento.
Hace unos pocos años tuve la fortuna de ver, durante su restauración, la cúpula Regina Martirum en El Pilar, allí hay un Goya sorprendente por su proximidad histórica, es decir, por su modernidad . Todos los grandes maestros han saltado las barreras de su tiempo en algún momento, constituyéndose para nosotros, en “modernos”, término este tan llevado y traído que no agrega nada a la comprensión de su obra si no se entiende previamente qué significa ser moderno. La pincelada amplia, ajena a todo lo
innecesario, el desenfado, la espontaneidad y riqueza del color, el “brochazo”, que otros también utilizaban , pero que en él es un gesto de ruptura anticipatoria. ¡Y eso que era un encargo!
Y hoy he vuelto a mirar los dibujos a la aguada, magníficos por su viveza, su palpitar y su gracia, y estas cualidades, esa frescura , de la tinta que parece aún húmeda, me recuerdan mucho a Hokusai, donde el dibujo palpita en el andar de los viandantes, en los fuegos de artíficio en esas noches de luna llena, y en cómo se empapan esos campesinos bajo la lluvia… Nunca llueve tanto en Japón como en Hokusai o en Kurosawa.
No hay nada en Goya que nos aproxime a la naturaleza. Por supuesto, soy sensible al paisaje, por ello me gustó esa reflexión de Gonzalo de Diego acerca del fondo paisajístico de tantas terribles escenas, que llama con toda justeza, no paisajes, que son sólo telones o decorados, un fondo casi teatral sin demasiada presencia. A Goya le interesa el hombre, no la naturaleza. Y allí están esos retratos, los personajes atravesados por su mirada hasta dejar sólo el rasgo principal, esencial, y como ejemplo, el retrato de José Pío de Molina pintado en 1828, una de sus últimas pinturas, a los 82 años, los ojos ya gastados, y tan sabios.
Silvia Pagliano
Enero 2013
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